viernes, 19 de abril de 2019

Luna

He llegado a pensar que la luna se ríe de mí.

Miro hacia el cielo y veo su sonrisa blanca, iluminando las tinieblas. Me sigue los pasos a donde vaya. Sabe que la noche es su territorio, y esa risa lo demuestra.

No siempre puedo verla. A veces decide ocultarse entre las nubes o jugar entre las copas de los árboles, o buscar refugio tras ventanas cerradas y cortinas corridas. Y en esos momentos, me permito pensar, aunque sea por un instante, que estoy a salvo de sus mofas, aunque en el fondo sepa bien que no es así. Sé que una vez que sople el viento y las ventanas se abran y los árboles desaparezcan a la distancia, ella seguirá ahí, altanera, omnipresente.

Esas veces he querido correr y enfrentarla. Preguntarle ¿qué quieres? ¿Por qué te burlas de mí? Pero me detiene el temor a no recibir más respuesta que el silencio y la oscuridad infinita.

Hubo una vez en que, harta de sus aires de superioridad, estuve a punto de hacerlo. Me le quedé viendo y la reté a que se riese una vez más de mí. Quería que se burlase de mí en mi cara para poderla desafiar y decirle, de una vez por todas, que no tenía derecho a hacerlo. Estuve mirándola tanto tiempo que, sin saber cómo, de pronto caí en la cuenta de que tal vez, la equivocada era yo. Porque de pronto, no vi la burla en su rostro blanco. Seguía riéndose, sí, pero la sonrisa era triste. En su gesto ya no había prepotencia, sino compasión. La luna, de pronto, ya no se veía tan arriba como antes, ni su semblante parecía tan despectivo. Fue entonces que me percaté de que la luna jamás se burló de mí. La luna, en su grandiosidad, solamente sentía infinita lástima por mí.

Y ahora que sé que la luna se compadece de mí y de todas las noches que me ha visto por la ventana, o detrás de las nubes, nuestra relación ha cambiado. La luna es ahora mi cómplice, mi confidente. Ya no temo más la llegada de la noche. La espero con ansias a que se levante, perezosa, para contarle de todo y de nada. Y de ti. Sé que me escucha aunque no me responda, porque no deja de sonreír.

Y puede que, algún día, me atreva a hacerle esa pregunta que siempre quise hacer.