martes, 8 de enero de 2019

Día cero

La primera entrada probablemente sea la más triste porque, a fin de cuentas, habla de los motivos que me trajeron aquí. A la falsa anonimidad del internet. Tuve que llegar al extremo de abrir un bendito blog exclusivamente con la finalidad de hacerme chaquetas mentales en paz. Supongo que es normal cuando sientes que no tienes con quién hablar.

Evidentemente, esta no es la primera crisis que tengo en la vida. Ni la más fuerte. Y aún así, siento como todo se me va escapando de las manos cual agua entre los dedos. Uno pensaría que, a estas alturas, debería ya haber aprendido a lidiar con la frustración, con la decepción, con el corazón roto. Aunque también puede que sea que ya han sido tantas las gotas que colman este vaso de mi mente que ya es imposible evitar que se desborde e inunde todo. Con agua salada, ni más ni menos.

Llevo días sin parar de llorar. Con una opresión en el pecho, terrible, que a veces me abruma tanto que me deja sin aliento y con un nudo en la garganta. Lloro, y lloro, y lloro. Y lloro poco, pero lloro diario. Y con las mejillas empapadas, me pregunto a mí misma cómo y en qué momento terminé aquí, y si tengo razones para sentirme así, o si no son más divagues y desvaríos. Y hasta cuándo durará esta sensación tan devastadora, tan demoledora. El nudo se estira y se afloja, y lloro un poco más. Pero por más lágrimas que derrame, el monstruo que me acecha en la mente y en el corazón no parece saciarse nunca. Es el problema del agua salada. Nunca te quita la sed.

Pero yo recuerdo que hubo un día, hace mil días, en que fui feliz. Como si los ecos de olas pasadas se hubieran callado al fin, y los cuchillos que tanto daño hicieron por fin me los hubieran arrancado de la carne, y las heridas por fin hubiesen cicatrizado. Cuán equivocada estaba. Los ecos siguen ahí, solo que ahora repiten un sonido diferente. Y las heridas no cicatrizaron, sino que profundizaron tanto que ya están permanentemente bajo el agua y solo se ven bajo cierta luz, pero aún sangran bajo la presión justa. El cuchillo siempre estuvo ahí, solo que ahora es alguien más quien lo empuña. Pero ya no sé si soy yo misma quien lo hace. O tal vez es que lo empuñamos juntos.

¿Es suficiente aún? No lo sé. Y me da miedo saberlo. Porque el día que fui feliz se ve tan lejos en el pasado, hace tantos días, que temo ya no poder regresar a él. Temo estar en el día cero, y que tome otros mil días volver a sentir la calma que solo viene después de las grandes tormentas.

Pero aquí sigo, luchando contra el mar.

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