sábado, 4 de mayo de 2019

Patrones

No puedo dejar de encontrar paralelismos en la historia. En las formas, en las luces y las sombras. En los abrazos, en las distancias. En los holas. Y sobre todo, en los adioses.

Miro hacia el camino que voy dejando atrás y me sorprende ver lo mucho que he recorrido. Pero a la vez, es imposible no tener esa ligera sensación de déjà vu cuando me fijo. ¿No había cruzado ya ese río? ¿Por qué las casas y las personas lucen tan conocidas? Y sigo andando, paso a pasito, tratando de no prestar atención a la inquietante familiaridad de mis alrededores. Y aún así, persiste la idea de que no estoy sino caminando en círculos. Y el camino recorrido entonces ya no parece tan largo.

Me resulta abrumador pensar que no hago más que repetir patrones. Que todo lo que estoy viviendo lo había vivido ya de alguna forma, y que seguirá volviendo una y otra vez hasta que aprenda cualquiera que sea la lección que se supone que debo aprender. Una bendición disfrazada de maldición. Pesadilla dentro del sueño. Tiene sentido, supongo. Bien dicen que quienes no conocen su historia están condenados a repetirla, y ha sido tanto en tan poco tiempo que no me sorprendería estarme perdiendo de algo. O de mucho. O de todo. Pero supongo que de eso se trata. De aprender, de crecer. De encontrar el patrón y liberarse de él. A fin de cuentas, ¿para que son los moldes sino para romperlos?

viernes, 19 de abril de 2019

Luna

He llegado a pensar que la luna se ríe de mí.

Miro hacia el cielo y veo su sonrisa blanca, iluminando las tinieblas. Me sigue los pasos a donde vaya. Sabe que la noche es su territorio, y esa risa lo demuestra.

No siempre puedo verla. A veces decide ocultarse entre las nubes o jugar entre las copas de los árboles, o buscar refugio tras ventanas cerradas y cortinas corridas. Y en esos momentos, me permito pensar, aunque sea por un instante, que estoy a salvo de sus mofas, aunque en el fondo sepa bien que no es así. Sé que una vez que sople el viento y las ventanas se abran y los árboles desaparezcan a la distancia, ella seguirá ahí, altanera, omnipresente.

Esas veces he querido correr y enfrentarla. Preguntarle ¿qué quieres? ¿Por qué te burlas de mí? Pero me detiene el temor a no recibir más respuesta que el silencio y la oscuridad infinita.

Hubo una vez en que, harta de sus aires de superioridad, estuve a punto de hacerlo. Me le quedé viendo y la reté a que se riese una vez más de mí. Quería que se burlase de mí en mi cara para poderla desafiar y decirle, de una vez por todas, que no tenía derecho a hacerlo. Estuve mirándola tanto tiempo que, sin saber cómo, de pronto caí en la cuenta de que tal vez, la equivocada era yo. Porque de pronto, no vi la burla en su rostro blanco. Seguía riéndose, sí, pero la sonrisa era triste. En su gesto ya no había prepotencia, sino compasión. La luna, de pronto, ya no se veía tan arriba como antes, ni su semblante parecía tan despectivo. Fue entonces que me percaté de que la luna jamás se burló de mí. La luna, en su grandiosidad, solamente sentía infinita lástima por mí.

Y ahora que sé que la luna se compadece de mí y de todas las noches que me ha visto por la ventana, o detrás de las nubes, nuestra relación ha cambiado. La luna es ahora mi cómplice, mi confidente. Ya no temo más la llegada de la noche. La espero con ansias a que se levante, perezosa, para contarle de todo y de nada. Y de ti. Sé que me escucha aunque no me responda, porque no deja de sonreír.

Y puede que, algún día, me atreva a hacerle esa pregunta que siempre quise hacer.

lunes, 4 de febrero de 2019

Lunes

"Si on n'aime pas trop, on n'aime pas assez".

La frase que veo todos los días al despertar, pegada a la pared de mi cuarto. Si uno no ama demasiado, no ama lo suficiente. No sé quién la dijo, pero en cuanto la leí por primera vez, supe que había dado justo en el clavo.

Si uno no ama demasiado, no ama lo suficiente. El amor, para ser, debe tener las puertas abiertas y dejarse correr a raudales. El amor necesita expandirse cual onda, hacer vibrar paredes a su paso y destruirlas de ser necesario. El amor con limitaciones deja de ser amor. Puede ser cariño, aprecio, amistad, o cualquier otro nombre imaginable. Pero creo firmemente que el amor de verdad es aquel que no se deja poner limitantes de ninguna clase. Ojo, que aquí no hablamos de amor incondicional. Simplemente de una clase de amor que va más allá de las personas, el tiempo y el espacio. Lanzar amor al mundo para, con suerte, recibir un poco de vuelta.

Toda mi vida, he recibido críticas por lo entregada que soy al momento de amar, de mis padres, de mis amigas, hasta de mí misma. Y es que no me mido: cuando amo, lo doy todo, así me pierda en el proceso. No voy a decir que está bien, pero tampoco que no lo está. Además, no sé amar de ninguna otra forma. Lo he intentado y cada vez ha implicado un fallo estrepitoso, doloroso y que me deja una sensación de incompleto. O todo o nada.

Y así, amando de mucho a mucho, he enfrentado situaciones que no siempre me han dejado bien parada. Me han mentido, me han lastimado, me han decepcionado y me han roto más veces de las que recuerdo. Y cada vez que pasa, me digo a mí misma que para la próxima, será distinto. Que ya no permitiré otro desengaño, ni una decepción más. Pero algo pasa y siempre termino entregada de nuevo.

Antes pensaba que esto era malo. Últimamente, ya no tanto. A fin de cuentas, aquí sigo, tropezando, cayendo, rompiéndome y volviéndome a construir. Amando mucho, de la única forma en que sé hacerlo.

domingo, 13 de enero de 2019

Ducha

Ojalá me hubiese duchado contigo ayer.

De haberlo hecho, te hubiese podido abrazar y sentir tu piel húmeda contra la mía. Mis manos se hubiesen deslizado por tu cara, tu pecho, hasta llegar a tu espalda y fundirse contigo. Tal vez hubiese temblado - quizás de frío, quizás de miedo. Pero sé que tus brazos, estrechándome, y tus besos me hubiesen ayudado a entrar en calor. 

Si me hubiese decidido a olvidarme de todo y solo entrar a la regadera, sé que hubiese visto, en tus ojos, a la sorpresa dando paso a la satisfacción. Al deseo. Nos imagino jugando cual niños, bajo la cascada de agua, pensando en nada, pensando en todo. Y también imagino tus labios en el hueco de mi cuello, ese que sabes que me da cosquillas. Ese que nunca quiero que dejes de acariciar.

Si tan solo lo hubiese hecho, no me hubiese quedado sola en la recámara, atrapada entre las paredes de mis pensamientos. Tampoco hubiese buscado lo que busqué, ni visto lo que vi. Mi corazón probablemente estuviese un poco menos roto ahora, mi espíritu, un poco menos quebrantado. Quizás las vocecillas que (no) siempre dicen la verdad y que habían ido perdiendo fuerza en los últimos días ya hubiesen callado al fin, en vez de resurgir con más brío, resonando en las baldosas del baño. Y la incertidumbre, que es mi sombra día y noche, hubiese terminado por esfumarse.

En la ducha, no hubieses visto las lágrimas correr por mi rostro. El agua se las hubiese llevado junto con la pena. Y lo único desgastado sería el jabón, y no mi voluntad. Tal vez no me sentiría tan sucia, pues la porquería se hubiese ido por el desagüe en vez de que mi alma la absorbiese cual esponja, haciéndola cada vez más pesada, más difícil de cargar. 


martes, 8 de enero de 2019

Día cero

La primera entrada probablemente sea la más triste porque, a fin de cuentas, habla de los motivos que me trajeron aquí. A la falsa anonimidad del internet. Tuve que llegar al extremo de abrir un bendito blog exclusivamente con la finalidad de hacerme chaquetas mentales en paz. Supongo que es normal cuando sientes que no tienes con quién hablar.

Evidentemente, esta no es la primera crisis que tengo en la vida. Ni la más fuerte. Y aún así, siento como todo se me va escapando de las manos cual agua entre los dedos. Uno pensaría que, a estas alturas, debería ya haber aprendido a lidiar con la frustración, con la decepción, con el corazón roto. Aunque también puede que sea que ya han sido tantas las gotas que colman este vaso de mi mente que ya es imposible evitar que se desborde e inunde todo. Con agua salada, ni más ni menos.

Llevo días sin parar de llorar. Con una opresión en el pecho, terrible, que a veces me abruma tanto que me deja sin aliento y con un nudo en la garganta. Lloro, y lloro, y lloro. Y lloro poco, pero lloro diario. Y con las mejillas empapadas, me pregunto a mí misma cómo y en qué momento terminé aquí, y si tengo razones para sentirme así, o si no son más divagues y desvaríos. Y hasta cuándo durará esta sensación tan devastadora, tan demoledora. El nudo se estira y se afloja, y lloro un poco más. Pero por más lágrimas que derrame, el monstruo que me acecha en la mente y en el corazón no parece saciarse nunca. Es el problema del agua salada. Nunca te quita la sed.

Pero yo recuerdo que hubo un día, hace mil días, en que fui feliz. Como si los ecos de olas pasadas se hubieran callado al fin, y los cuchillos que tanto daño hicieron por fin me los hubieran arrancado de la carne, y las heridas por fin hubiesen cicatrizado. Cuán equivocada estaba. Los ecos siguen ahí, solo que ahora repiten un sonido diferente. Y las heridas no cicatrizaron, sino que profundizaron tanto que ya están permanentemente bajo el agua y solo se ven bajo cierta luz, pero aún sangran bajo la presión justa. El cuchillo siempre estuvo ahí, solo que ahora es alguien más quien lo empuña. Pero ya no sé si soy yo misma quien lo hace. O tal vez es que lo empuñamos juntos.

¿Es suficiente aún? No lo sé. Y me da miedo saberlo. Porque el día que fui feliz se ve tan lejos en el pasado, hace tantos días, que temo ya no poder regresar a él. Temo estar en el día cero, y que tome otros mil días volver a sentir la calma que solo viene después de las grandes tormentas.

Pero aquí sigo, luchando contra el mar.